(Primera Parte ) La Toxina Corporal
DESEQUILIBRIOS ORGÁNICOS: CAUSA Y EFECTOS
Lo
que habitualmente llamamos enfermedad, es solo un síntoma del estado
de desequilibrio al cual hemos llevado a nuestro organismo. En sí
mismo, el cuerpo humano tiene gran cantidad de maravillosos
mecanismos para resolver problemas a los que puede verse sometido:
excesos, carencias, toxicidad, etc. Pero el moderno estilo de vida se
las ha ingeniado para colapsar esa increíble armonía, malogrando
nuestra natural capacidad de adaptación a los inconvenientes.
Asumir
esta realidad, representa el cincuenta por ciento de la solución de
nuestros actuales problemas de salud. Y ese es el objetivo de esta
publicación:
que el lector comprenda cómo él mismo ha generado tal
situación de desequilibrio y por sobre todo cómo él mismo puede
remediar tal problema en la medida que retorne a los hábitos
saludables que nunca debió abandonar.
En
esto no hay misterios, ni tampoco soluciones mágicas. Los errores se
generan principalmente por desconocimiento. En la medida que sepamos
cómo opera la inmensa inteligencia corporal y comprendamos sus
mecanismos, veremos que es muy sencillo jugar a favor (y no en
contra) de nuestra propia naturaleza humana.
También
entenderemos que no habrá medicamento alguno que pueda remediar
nuestros problemas, mientras no dejemos de boicotear nuestro
organismo con hábitos que van en contra de las leyes naturales, bajo
las cuales ha sido creado.
LA INTOXICACIÓN COTIDIANA
Dado
que esta publicación está centrada en la depuración corporal,
inicialmente debemos comprender cómo funciona el mecanismo de la
intoxicación cotidiana.
Si diariamente incorporamos más tóxicos de
los que podemos evacuar, no necesitamos ser científicos para
entender que la acumulación de venenos acabará por generar un
colapso.
Esa
es la génesis de la mal llamada enfermedad: desde un eccema hasta un
cáncer, todo responde al mismo mecanismo de generación. Sólo
difiere el grado de toxemia y el órgano por el cual nuestro
organismo expresa su claudicación.
En
esta lógica de funcionamiento corporal, es importantísimo el rol
que cumple la correcta nutrición, pero de poco servirá una
alimentación de alta calidad en un contexto de colapso orgánico.
Veremos luego que hasta el mejor de los nutrientes puede ser
desaprovechado como consecuencia de estar atrofiados los mecanismos
de la química corporal a causa del colapso tóxico. La analogía con
un automóvil puede ayudarnos a comprender mejor este concepto.
Si el
vehículo está carbonizado y fuera de punto, ¿de que serviría
echar en el tanque combustible de altísimo prestación?
Por
todo lo que veremos a continuación, una persona que pretenda
recuperar por sí misma su natural estado de salud al cual está
dirigida esta publicación deberá comenzar irremediablemente por la
depuración corporal.
Esto no pretende imponer un orden rígido de
prioridades, pero es evidente que si no comenzamos por destapar
nuestros filtros orgánicos y moderar el nivel de toxemia, todo lo
demás perderá efectividad.
Ejercer
nuestro natural derecho a un óptimo estado de salud, se parece mucho
a una mesa asentada en tres patas: todas deben estar fuertes y en
equilibrio.
Por ello, la tarea de limpieza orgánica se potenciará
enormemente con un contemporáneo freno al ingreso de nuevas toxinas
y aporte de los nutrientes esenciales que faltan. Trabajar
separadamente cada aspecto, conspira contra una rápida recuperación
de la salud.
LA RENOVACIÓN PERMANENTE
Está
fuera de discusión el hecho biológico de nuestra constante
renovación orgánica. Diariamente estamos produciendo millones de
nuevas células que reemplazan a las más viejas.
Aunque la gente
piense que su cuerpo es una estructura estática que envejece, el
organismo está en estado de renovación permanente: a medida que se
descartan células viejas, se generan otras nuevas para
reemplazarlas.
Cada
clase de tejido tiene su tiempo de renovación, que depende del
trabajo desempeñado por sus células. Las células que recubren el
estómago, duran sólo cinco días. Las células de los glóbulos
rojos, después de viajar casi 1.500 kilómetros a través del
“laberinto”
circulatorio, sólo duran alrededor de 120 días
antes de ser enviadas al “cementerio” del bazo. La epidermis
(capa superficial de la piel) se recicla cada dos semanas. El hígado,
desintoxicante de todo lo que ingerimos, tiene un tiempo de
renovación total calculado entre 300 y 500 días.
Otros
tejidos tienen un tiempo de vida que se mide en años y no en días,
pero están lejos de ser perpetuos. Hasta los huesos se renuevan
constantemente: todo el esqueleto de un adulto se reemplaza
celularmente cada diez años.
Recientes estudios demuestran que
incluso las células cerebrales consideradas hasta hace poco,
elementos vitalicios del organismo se renuevan periódicamente.
Jonas
Frisen, biólogo celular del Instituto Karolinska de Estocolmo, ha
demostrado que la edad promedio de todas las células del organismo
de un adulto puede ser tan sólo de entre siete y diez años.
Esto ya
lo sabían los intuitivos maestros orientales, pues en los antiguos
textos hablaban de un período de siete años para la completa
renovación del organismo.
Ahora
bien, la pregunta del millón es: ¿por qué tenemos órganos
defectuosos cuando periódicamente los estamos renovando? ¿Por qué
una persona “sufre” del hígado, si sus células hepáticas viven
solo seis semanas y en el arco de un año las habrá renovado por
completo?
Para
encontrar respuestas, debemos por fuerza perder algo de tiempo y
comprender cómo funciona esta unidad orgánica que es la célula. En
realidad no es “perder tiempo”, sino invertirlo en conocimientos
básicos que nos harán más sanos y menos dependientes de curaciones
externas.
En
la correcta renovación celular encontraremos la clave para recuperar
la salud y la plenitud, tarea que sólo nosotros podemos llevar a
cabo. Por otra parte, tomar consciencia de esta realidad nos
permitirá abandonar el estado de resignación a la mediocridad.
No
ejercemos plenamente nuestro natural derecho a la plenitud física y
mental. Nos parece que estar al 100% de nuestro potencial es utópico;
por ello nos resignamos y aceptamos andar al 50%.
Nos
condicionan a pensar que el estado mediocre es “normal”. Siempre
“algo” hay que tener, ya sea por envejecimiento, genética o
virus. Y esto no es verdad. Ese “algo” no es natural y es solo la
expresión del desequilibrio que nosotros mismos generamos por
desconocimiento o condicionamiento mental, obstaculizando la “magia”
de la permanente renovación celular.
CÉLULA, LA UNIDAD VITAL
Así
como una colmena se compone de miles de abejas, nuestro organismo se
compone de billones de células. Todo se reduce a grupos de células:
sangre, huesos, órganos.
Si pudiésemos disponer todas las células
de un cuerpo humano sobre un plano veríamos que estamos compuestos
por unas 200 hectáreas de tejidos celulares (la superficie de 200
manzanas de una ciudad). Todo el organismo no es más que un reflejo
directo de la eficiencia funcional de estas microscópicas unidades
vitales.
Cada
célula, independientemente de la función que cumpla en el
organismo, tiene similares mecanismos de acción: se reproduce, se
nutre, se desintoxica y desarrolla una tarea específica.
Esto nos
permite entender que, además de la información presente en su
material genético, la célula depende de dos factores externos que
condicionan su funcionamiento: la calidad de nutrientes que reciba y
la calidad del medio en el cual deba actuar.
Comprendiendo
que el organismo humano se origina a partir de un par de células, es
sencillo darse cuenta que la calidad del organismo dependerá
directamente de la calidad celular; ésta a su vez dependerá de la
calidad de nutrientes que tenga a disposición y la calidad del medio
en que se mueva.
Si bien el primer factor tiene mucho que ver con la
nutrición de la persona, ambas variables están condicionadas por el
grado de intoxicación del organismo.
Los
cincuenta mil millones de células que componen un cuerpo humano, se
mueven en un verdadero “mar interior”. El 70% de nuestro cuerpo
es agua; fundamentalmente sangre, linfa y líquido intracelular.
Antiguamente se hablaba de “humores” corporales; hoy se habla de
“terreno”.
Dado
que la mayoría de los tejidos celulares no pueden desplazarse o lo
hacen localmente, la calidad de dicho terreno es fundamental para
asegurar, tanto la correcta nutrición como la eficiente evacuación
de los desechos que las células generan.
Cien
mil kilómetros de capilares sirven para irrigar aquellas doscientas
hectáreas de tejidos celulares que citamos anteriormente. Pese a
disponer de pocos litros de fluidos, el cuerpo está preparado para
cumplir esta delicada función gracias a tres variables:
la velocidad
de circulación, la irrigación diferenciada y la calidad de estos
fluidos. La sangre fluye a gran velocidad por la red de capilares,
tardando sólo un minuto en dar una vuelta completa al cuerpo.
Por
otra parte, no toda la red de capilares está llena al mismo tiempo;
sólo las partes más activas disponen de abundante irrigación: los
músculos cuando trabajamos, el estómago cuando digerimos, etc.
Aquí
comprendemos rápidamente dos cosas muy útiles: una, la importancia
de la calidad del sistema circulatorio y dos, lo contraproducente que
resulta hacer varias cosas al mismo tiempo!!!
EMUNTORIOS, ÓRGANOS DEPURATIVOS
Dado
que un pequeño volumen de fluidos corporales debe atender las
necesidades de tanta cantidad de tejido celular, no basta con un
eficiente sistema circulatorio y un sistema de irrigación
diferenciada.
Aquí aparece el tercer factor necesario para la
correcta función celular: la limpieza de los fluidos. Por lo tanto,
uno de los principales objetivos del organismo, será mantener la
pureza de los líquidos internos.
Estos
fluidos, como si fueran una red cloacal, reciben los desechos
generados por billones de células; además, millones de células
muertas son volcadas cada día a la sangre y la linfa. A todo esto se
suman la multiplicidad de venenos y sustancias tóxicas que ingresan
al cuerpo por medio de las vías respiratoria , digestiva y cutánea.
Para
hacer frente a semejante tarea, el cuerpo dispone de varios órganos
especializados en esta función y que luego analizaremos en detalle:
intestinos, hígado, riñones, piel, pulmones y sistema linfático.
Son los llamados emuntorios.
Cuando
todos trabajan en modo normal y el volumen de desechos no supera la
capacidad de procesamiento, el “terreno” se mantiene limpio y las
células pueden funcionar correctamente.
Esto significa que estamos
en presencia de un organismo eficiente y, por ende, de una persona
saludable, ágil y vital.
Pero
si los desechos superan la capacidad de los emuntorios y éstos
comienzan a funcionar deficientemente, el “terreno” se carga
progresivamente de toxinas y el funcionamiento orgánico se degrada
paulatinamente. La sangre se pone densa y circula más lentamente por
los capilares.
Los
desechos que transporta la sangre, pasan a la linfa y al plasma
intracelular. Más tiempo se mantiene esta situación, más se
contaminan los fluidos. Llega un momento en que las células están
sumergidas en una verdadera ciénaga que paraliza los intercambios.
El oxígeno y los nutrientes no pueden llegan a las células y éstas
experimentan graves carencias.
Por
otra parte, los residuos metabólicos que regularmente excretan las
células, al no circular, aumentan aún más el grado de
contaminación de los fluidos. Los desechos comienzan a depositarse
en las paredes de los vasos sanguíneos, reducen su diámetro y esto
disminuye aún más la velocidad de circulación e irrigación.
Aquí
está la explicación de la generalizada, mal entendida y demonizada
hipertensión: nuestra sangre sucia y espesa es la que obliga al
corazón a bombear con mayor presión a fin de compensar la menor
irrigación.
Sin embargo, tratamos de “idiota” a nuestro sistema
circulatorio, ingiriendo medicamentos hipotensores (para reducir la
presión); cuando lo lógico sería depurar y fluidificar la sangre.
Así
nos ahorraríamos, no solo los fármacos, sino también el terrible
gasto de energía que significa para nuestro organismo la
improductiva tarea de elevar la presión sanguínea. ¿Acaso no será
esta la causa de tanta fatiga crónica en la población?
Pero
sigamos con los perjuicios que genera la acumulación de toxinas en
los fluidos corporales: obstruye los emuntorios, dificulta su tarea,
congestiona otros órganos y bloquea las articulaciones.
Los tejidos
se irritan, se inflaman y pierden flexibilidad; se esclerotizan. En
este contexto, las células no pueden realizar su tarea específica y
tampoco los órganos por ellas compuestos.
Estamos
en presencia de una persona enferma, desvitalizada y anquilosada. El
tipo de enfermedad dependerá simplemente de cuáles órganos se
encuentren mas afectados y en qué grado. El espectro puede ir de una
bronquitis crónica a un cáncer. Estos procesos degenerativos no se
producen de la noche a la mañana, ni son la consecuencia de un solo
exceso: requieren años de acumulación.
Ante
todo, ya podemos entender el valor relativo de los modernos
diagnósticos que sugieren la focalización del problema en una parte
pequeña de nuestro organismo. Nunca puede estar mal una parte y bien
el resto.
Esa
parte defectuosa es solo la expresión más aguda del estado general
del organismo. Por ello es obvia la inutilidad de luchar contra un
síntoma o contra un parámetro determinado (glucosa, presión,
colesterol, etc.). Es correcto aliviar el sufrimiento puntual, pero
sin olvidarnos que debemos operar sobre todo el ámbito corporal.
Una
anécdota familiar -que pese a mi niñez, quedó grabada a fuego en
la memoria- sirve para ejemplificar cuán a menudo la ciencia
tradicional pierde la visión de conjunto, al focalizarse en las
partes del organismo.
Teníamos
un tío internado desde hacía varios días y su estado no hacía más
que empeorar, pese a que estaba en mano de equipo de renombrados
médicos que intentaban distintas terapéuticas farmacológicas. Como
su estado se hacía cada vez más grave, vino a verlo desde lejos su
madre, mi bisabuela.
Esta
anciana norteña, tenía sabiduría intuitiva y unos ojos vivaces.
Apenas entró al cuarto del enfermo, sus hijas, con la ayuda del
médico presente, la pusieron al tanto de las novedades, destacándole
la impotencia pese a los infructuosos y costosos intentos realizados.
En
medio de tanta terminología médica y palabras difíciles, mi
bisabuela preguntó con su característico acento guaraní: ¿Cuánto
hace que no va de cuerpo este muchacho? El silencio fue sepulcral.
Dilatadas miradas se cruzaban en el aire y nadie tenía respuesta.
Hacía
una semana que el tío no movía los intestinos... y nadie había
reparado en ello!!! Demás está decir que tras una voluminosa enema,
comenzó el rápido proceso de recuperación del tío, quién fue
dado de alta días después y se recuperó sin mayores problemas.
EL TERRENO LO ES TODO
En
el lecho de muerte, Louis Pasteur demonizador de los virus y alabado
por ello- intentó enmendar su error, al afirmar: “El virus no es
nada, el terreno lo es todo”. Pero su declaración póstuma pasó y
pasa inadvertida. Como pasa inadvertida la afirmación básica de la
medicina natural: “La causa profunda de todas las enfermedades es
la suciedad del terreno producida por la acumulación de desechos”.
Como
hemos visto, los desechos orgánicos no se depositan en un solo
lugar, sino que circulan por todo el cuerpo. El organismo todo sufre
la sobrecarga, pero como cada persona tiene su punto débil, es allí
donde aparecerá la crisis visible y dolorosa. Lamentablemente,
terapeuta y paciente por lo general olvidan esta realidad,
enfocándose en los síntomas y olvidando las causas primarias.
El
moderno concepto de diagnóstico sirve sólo para rotular al
barómetro de una caldera a punto de explotar por exceso de presión.
Es inútil ocuparse del barómetro. Por sentido común, debemos
disminuir la presión de la caldera. Aliviada la presión, el
barómetro, por sí mismo dejará de indicar el estado de emergencia.
Llevemos
la analogía a nuestro automóvil, mecanismo sencillo de comprender y
al cual generalmente le brindamos mejores atenciones que a nuestro
organismo, tal vez porque aquel nos costó esfuerzo y éste fue un
regalo de la existencia. Imaginemos que viajando en ruta, se nos
enciende la luz roja de presión de aceite.
¿Qué
hacemos? El sentido común aconsejaría detenernos de inmediato e
investigar la causa que originó el inconveniente: falta de
lubricante, problema de la bomba de aceite, rotura del carter, etc.
Resuelta la dificultad, arrancaremos el motor y veremos que la luz
roja se apaga por sí sola.
En
cambio ¿qué hacemos cuando algo similar sucede en nuestro
organismo? Por lo general, desenchufamos el bulbo de la luz roja. O
sea, buscamos una “pastillita mágica” que apague el indicador de
alarma: algo que baje la presión, el colesterol, la glucosa, las
hormonas tiroideas o cualquier otro parámetro fuera de norma, sin
preocuparnos de revisar la causa que activó la alarma.
Si
obrarnos así en el automóvil, ¿qué sucederá? Inicialmente
seguiremos como si nada, confiados por no ver más la luz roja. Pero
unos kilómetros después sobrevendrá el desastre: el motor
claudicará. Esto es inexorable en la mecánica vehicular... y
también lo es en la lógica del funcionamiento corporal.
Es
más, el moderno sistema de monitoreo médico ha generado una
obsesión por los parámetros fuera de norma. Profesionales y
pacientes viven pendientes del valor de glucosa, presión,
colesterol, hormona tiroidea, triglicéridos o densidad ósea. A
través de fármacos se obtiene la ilusoria satisfacción de poner en
caja los guarismos desequilibrados.
Sería
como si en el ejemplo del automóvil, deslizáramos con la mano la
aguja del manómetro de presión de aceite hasta llevarla a zona de
seguridad. ¿De qué nos sirve si el desequilibrio profundo se
mantiene? Todo esto es sencillo de corroborar en la práctica.
¿Cómo
es posible que un simple drenaje de toxinas pueda provocar la
remisión de distintos síntomas en una persona, por diferentes que
éstos sean? La concepción de la enfermedad como resultado de la
sobrecarga tóxica, no se opone a la concepción microbiana, donde
todo parece ser consecuencia de la acción de virus y bacterias. Pero
es lícito preguntarse: si los microbios son tan letales, ¿cómo es
que ciertas personas sucumben ellos y otras tienen reacción nula?
Los
microbios no son más que huéspedes de un terreno sobrecargado, que
permite su expresión o desarrollo. Podrá argumentarse que todo
depende de la fortaleza del sistema inmunológico de cada persona,
pero como veremos luego, la eficiencia de nuestro sistema defensivo,
como todo órgano integrante del cuerpo, es consecuencia directa del
estado de limpieza de nuestros fluidos internos. O sea: el terreno lo
es todo.
LAS TOXINAS INTERNAS
Nuestro
organismo depende totalmente de aportes externos para construirse,
renovarse y funcionar. O sea que está perfectamente preparado para
procesar sustancias que vienen del exterior, convirtiéndolas en
elementos útiles para el funcionamiento corporal. Hasta los
nutrientes más nobles y puros, requieren de procesos degradatorios
y asimilatorios, que implican producción de desechos metabólicos.
Asimismo,
la continua regeneración celular de órganos y tejidos, provoca
cantidad de células muertas que deben ser eliminadas de inmediato.
Para hacer frente a esta vasta tarea, el cuerpo se ha dotado de un
grupo de órganos especializados para tal fin: los emuntorios.
Pero
si las toxinas son naturales y estamos dotados de una buena
estructura de órganos de eliminación, ¿por qué nos intoxicamos? O
lo que es igual, ¿por qué enfermamos? La respuesta es muy sencilla:
Porque sobrepasamos la natural capacidad de eliminación, o sea,
generamos más desechos de los que podemos evacuar.
Visualizando
el origen de las toxinas que procesamos, podremos tener una mejor
idea de cómo limitar su generación y colaborar con el exigido
funcionamiento corporal. Debemos tener en cuenta que la realidad
moderna es muy diferente que la de nuestros antepasados.
Ellos debían
lidiar sólo con algún fruto toxico, alérgenos naturales, microbios
y desechos normales de los procesos metabólicos internos. En cambio
nosotros estamos sumamente afectados por la degradación del medio
ambiente y sobre todo por la alimentación industrializada. Pero
vayamos por partes.
La
mayor cantidad de toxinas proviene de la natural degradación de los
alimentos ingeridos, proceso necesario para convertir los nutrientes
en sustancias más simples, capaces de generar energía y material
constructivo.
Estas
transformaciones producen desechos, cuya eliminación está prevista
en el funcionamiento orgánico. Por ejemplo, las proteínas, al
desdoblarse en aminoácidos, generan urea y ácido úrico; la
combustión de la glucosa produce ácido láctico y gas carbónico;
las grasas mal transformadas, ácidos cetónicos.
Son
toxinas perfectamente toleradas por el organismo, siempre y cuando no
superen cierto límite. Este límite está dado por nuestra capacidad
de digerir, combustionar y eliminar. Al superar este umbral, los
desechos, aunque naturales, se convierten en una amenaza para el
cuerpo, entorpeciendo su normal funcionamiento.
Para
visualizar cómo funciona el proceso de acumulación, veamos un par
de cifras orientativas relacionadas con los riñones. Estos órganos
deberían eliminar 25 a 30 gramos diarios de urea. Si solo eliminan
20, significa una retención de 5 gramos por día, o sea 150 gramos
mensuales.
Los
riñones pueden eliminar unos 12 gramos diarios de cloruro de sodio
(la tóxica sal refinada), pero está demostrado que la alimentación
moderna provee 15 gramos o más. Esto quiere decir que reteniendo
sólo 3 gramos diarios, estamos acumulando en el organismo 90 gramos
por mes (verdadera causa de edemas y celulitis).
Esto
permite entender la importancia de una alimentación sobria, de buena
calidad y en dosis adecuada a nuestro desgaste calórico. Aún con
alimentos sanos y naturales, si comemos más de lo que gastamos,
estamos creando un problema adicional al organismo, que debe lidiar
con sustancias que no puede utilizar y/o eliminar... y que algún
destino deberán tener!!!
La
sobrealimentación y el sedentarismo se han convertido en grandes
problemas de la sociedad moderna. Es muy sencillo que las personas
ingieran más de tres mil calorías diarias y gasten mucho menos de
dos mil.
Por su parte, el sedentarismo no sólo impide la necesaria
combustión de calorías excedentes, sino que dificulta la correcta
oxidación de los residuos del metabolismo celular, con lo cual se
generan aún más desechos tóxicos.
LAS TOXINAS EXTERNAS
Todo
esto se ve agravado por el nefasto sistema de producción industrial
de los alimentos. Los procesos de refinación quitan preciosos
elementos vitales y ello lleva al consumo de mayor volumen, en el
intento de cubrir las necesidades netas de vitaminas y minerales.
Los
problemas de la sobrealimentación no son sólo de acumulación.
Cuando superamos la capacidad de procesamiento de nutrientes que
tiene nuestro sistema digestivo, generamos una masa de alimentos mal
transformados cuya tendencia es la fermentación y la putrefacción,
lo cual produce nuevos venenos, que incrementan a su vez la toxemia
general. Esto se ve agravado por el estrés y los ritmos
antinaturales, que disminuyen nuestra capacidad metabólica.
Pero
el alimento moderno tiene otros oscuros aspectos relacionados con la
intoxicación del organismo y que van más allá de la abundancia. Si
bien el tema se desarrolla ampliamente en otra publicación,
repasemos aquí lo estrechamente relacionado con la toxemia corporal.
Las
técnicas actuales de producción primaria e industrialización,
además de empobrecer la calidad del alimento, generan una nefasta
carga de sustancias eminentemente tóxicas, que de ninguna manera
estamos preparados para procesar.
Insecticidas,
herbicidas, fungicidas, fertilizantes químicos, antibióticos,
vacunas, hormonas sintéticas, balanceados industriales, granos
sintéticos.... son solo algunas de las sustancias que se utilizan en
la producción de alimentos y que, directa o indirectamente, ingresan
a nuestro organismo, diariamente y en altas concentraciones.
Por
caso, nadie relaciona la gran cantidad de problemas endocrinos
(menopausia, tiroidismo, etc.) con la continua ingesta de hormonas
sintéticas que se “mimetizan” con las naturales y nos causan un
verdadero caos hormonal.
A
ello se agrega otra gran cantidad de sustancias químicas
artificiales que utiliza la industria elaboradora: conservantes,
saborizantes, emulsionantes, estabilizantes, antioxidantes,
colorantes, edulcorantes, grasas transaturadas (margarinas), etc.
Todo esto se hace en el respeto de legislaciones que establecen dosis
tolerables por el organismo.
Claro
que las normas se hacen para cada compuesto individualmente y en base
teórica. Nadie toma en cuenta la sumatoria de estas dosis, ni sus
interacciones reales. Ciertos estudios demuestran que nuestros
organismos incorporan anualmente, en promedio,varios
kilogramos de dichas sustancias. Y adivinen ¿quién debe lidiar con
esa carga?
Aquí
no termina el inventario de sustancias tóxicas que diariamente
introducimos al organismo. Falta aún lo que ingerimos en
medicamentos, detalle no menor en un país como el nuestro, que
ingiere, por ejemplo, seis millones de aspirinas diarias.
Nuestra
sociedad es ávida consumidora de analgésicos, antiinflamatorios,
sedantes, estimulantes y una larga lista de fármacos de uso
corriente, alegremente publicitados en TV como si fueran inocuas
golosinas.
Pero
no solo ingresamos tóxicos por vía digestiva. La piel es otro
órgano permeable a elementos indeseables: cosméticos, tinturas,
cremas, antitranspirantes y fijadores sen fuente de sustancias
nocivas. Por las vías respiratorias también introducimos
importantes cantidades de venenos: desde el humo de cigarrillos a los
desechos de combustión y procesos industriales.
A
todo esto se suma la problemática de los refinados industriales.
Diariamente estamos incorporando altas cantidades de compuestos
químicamente puros que no existen en la naturaleza. Es el caso del
cloruro de sodio (sal blanca) o la sacarosa (azúcar blanca).
Biológicamente
el organismo no reconoce estas sustancias refinadas y de gran pureza;
es más, las considera tóxicas por su reactividad. Para comprender
mejor esta “fobia” corporal hacia los compuestos químicamente
puros, podemos usar dos ejemplos burdos pero ilustrativos: la caña
de azúcar y la hoja de coca.
Estudios
hechos en Sudáfrica sobre muestras de orina de dos mil trabajadores
de plantaciones de caña de azúcar, no hallaron trazas de glucosa,
pese a que en promedio mascaban 2 kg diarios de caña, o sea que
ingerían unos 350g de azúcar por día.
¿La explicación? Mientras
la caña mascada es un alimento natural, completo y fácilmente
metabolizable, el azúcar refinado es un producto extraño y nocivo
para el organismo. Otras investigaciones realizadas en África e
India muestran que la diabetes es desconocida en pueblos que no
incluyen carbohidratos refinados en su dieta.
Respecto
a la coca, es simple observar en los pueblos andinos que el cotidiano
consumo de la hoja mascada, benéfica para el apunamiento y la
digestión, no genera los efectos devastadores del extracto refinado,
conocido como cocaína. Siempre
estamos hablando de productos vegetales, pero de por medio está
presente el proceso de refinación y purificación.
Frente
a esta regular y abundante ingesta de compuestos reactivos que
superan por cierto la capacidad orgánica de procesamiento el cuerpo
se ve obligado a poner en marcha varios mecanismos de defensa que,
además de generar un importante gasto de energía y recursos, no
impiden incrementar la toxemia corporal.
Nos
referimos a la hidratación de estos compuestos (retención de
líquidos asociada a deshidratación celular), a la captura lipógena
(edemas, obesidad y celulitis) y a la cristalización (artritis,
ácido úrico, arenillas, cálculos, esclerosis capilar, etc.).
Este
cuadro, lejos de asustar, debe ayudar a la toma de conciencia:
nuestro organismo no es un cesto de basura donde podemos arrojar
impunemente cualquier cosa. Además, esta problemática, nefasta en
sí misma, se ve agravada por la pérdida o el olvido de sanos
hábitos ancestrales: los ayunos, las curas de primavera, el reposo,
la conexión con los ciclos naturales...
LA ENFERMEDAD: CRISIS DEPURATIVA
A
esta altura resulta sencillo comprender que, más allá de nombres y
diagnósticos, la enfermedad no es otra cosa que un esfuerzo del
organismo por evacuar el exceso de sustancias tóxicas. Siendo de
vital importancia la limpieza de los fluidos internos, el organismo
apunta toda su energía (energía vital) hacia dicho objetivo.
Un
cuerpo sano pone en marcha gran cantidad de mecanismos depurativos
cuando cualquier cuerpo extraño o perjudicial logra introducirse en
los tejidos internos: vómitos, estornudos, tos, diarreas,
inflamaciones, etc. Pero la purificación interna es tan compleja,
que su tarea debe distribuirse en varios órganos con funciones
especializadas y complementarias: los famosos emuntorios.
Mientras
el nivel de tóxicos permanece dentro de la capacidad depurativa de
intestinos, hígado, riñones, pulmones y piel, todo funciona dentro
de la normalidad que conocemos como estado de salud.
Cuando
alguno de estos órganos recibe caudales que exceden su capacidad,
existe un natural mecanismo de derivación (lo que no se puede
procesar, se deriva a otro órgano complementario) destinado a
superar la crisis tóxica. Y aún así seguimos en presencia de un
organismo sano y vital.
Pero
cuando también superamos el umbral de la capacidad complementaria de
los emuntorios cosa que hoy día resulta una norma, dada la continua
exposición a volúmenes cada vez mayores de toxinas comenzaremos a
advertir síntomas y molestias.
Hipersecreción
salival, vómitos y diarreas a nivel digestivo; hipersecreción
biliar a nivel hepático; orina espesa, ácida y ardiente a nivel
renal; sudoración, supuración, granos, acné y eccemas a nivel
cutáneo; expulsión de flema por bronquios y fosas nasales a nivel
respiratorio, etc.
Otras
vías secundarias se utilizan también para expulsar exceso de
toxinas: glándulas salivares, útero, amígdalas, glándulas
lacrimales. Si la situación se agrava, el organismo recurre a la
“creación” de emuntorios artificiales: hemorroides, fístulas,
úlceras, etc. Por supuesto que cada persona reaccionará en forma
diferente a estas crisis depurativas, localizando los trastornos
superficiales de acuerdo a sus debilidades orgánicas.
Los
primeros órganos en ceder son, generalmente, los más frágiles por
herencia o por excesiva utilización: por ejemplo, la garganta en
aquellos que utilizan mucho la voz, los nervios en las personas
tensas, o las vías respiratorias en aquellos expuestos a
contaminantes volátiles.
Como
vemos, las llamadas “enfermedades” no son otra cosa que el
resultado de las tentativas de imprescindible limpieza que encara el
organismo, frente a la carga de agresión tóxica a la que se ve
expuesto.
Estas crisis depurativas pueden ser agudas o crónicas.
Siempre se comienza con manifestaciones agudas, donde el trabajo de
eliminación es brusco, violento y extenso. Si la causa de
intoxicación no se remueve, entonces estos esfuerzos se hacen
crónicos.
Dado
que esta publicación está destinada a incrementar el nivel de
percepción de estos fenómenos por parte del lector, veamos con
detenimiento y ejemplificaciones cada una de las fases por las cuales
evoluciona la enfermedad, hasta llegar a los grados más graves y
terminales.
Estos estadios degenerativos cáncer, sida, esclerosis
múltiple, alzheimer, parkinson no aparecen de improviso en una
persona saludable y vital; requieren de un largo proceso previo.
LA ENFERMEDAD AGUDA
Todo
se inicia con las primeras señales de alarma. La persona hasta
entonces saludable ve aparecer distintos trastornos leves que le
señalan la pérdida de este equilibrio dinámico que es la salud
óptima. Falta de ánimo, indisposiciones pasajeras, tensión
nerviosa anormal, dificultad para recuperarse tras un esfuerzo,
problemas digestivos, cutis y cabellos opacados, erupciones... son
todos signos de la degradación del terreno.
Si
la persona está atenta y suprime las causas que provocaron la
sobrecarga tóxica excesos nutricionales, consumo de productos
insanos, agotamiento excesivo, demasiado sedentarismo- los trastornos
desaparecerán rápidamente.
Pero
si el individuo no escucha las advertencias que lanza su cuerpo y
persiste en sus errores, sin corregir nada, entonces el terreno
continuará degradándose y obligará a que su fuerza vital se
exprese desencadenando crisis depurativas más profundas.
Estaremos
entonces en presencia de las llamadas enfermedades agudas. El
organismo moviliza todos sus esfuerzos para expulsar el exceso de
desechos que agobia.
Por
lo general son manifestaciones violentas y espectaculares; la fiebre
que las acompaña indica la intensa actividad del cuerpo y todos los
emuntorios están involucrados en la tarea. Es el caso de una gripe,
un sarampión o una bronquitis.
La
gripe es un ejemplo de interacción de emuntorios: catarro en las
vías respiratorias, descarga intestinal, sudoración profusa, orín
cargado, etc. Son trastornos de corta duración, ya que la intensidad
del esfuerzo depurativo basta para permitir un rápido retorno a la
normalidad.
Es
bien sabido que una afección gripal se resuelve magníficamente con
apenas 48
horas de ayuno y reposo, y nada más. Al cabo de ese período, uno se
siente pleno y liviano. Pero si el individuo, conforme con la
desaparición de los síntomas, retorna a los hábitos equivocados
que generaron la sobrecarga tóxica, la crisis volverá a producirse.
En
este estadio, el error más grave y lamentablemente el más
corriente- es tomar estas reacciones depurativas como causa de
enfermedad y no como efecto de la degradación del terreno.
Entonces
la terapéutica no ayudará al organismo en sus esfuerzos
desintoxicantes, sino que los reprimirá como algo inoportuno y
molesto. De ese modo estaremos restringiendo nuestra fuerza vital e
internalizando las sustancias tóxicas.
Es
lo que hacemos con los antigripales o peor aún, con las vacunas
contra la gripe: ¡¡¡nos vacunamos contra un proceso depurativo!!!
En consecuencia, la represión artificial de una afección aguda nos
dejará con menos capacidad defensiva y con el terreno más
intoxicado; condiciones que nos llevarán al estadio sucesivo.
LA ENFERMEDAD CRÓNICA
Imitando
los mecanismos de la naturaleza, es lógico estimular las crisis
depurativas. Como decía Hipócrates: “todas las enfermedades se
curan mediante alguna evacuación”. Los drenajes siempre impulsan
la tendencia al equilibrio y resultan útiles en cualquier
circunstancia, por grave que sea.
Además, sólo basta mirar qué
hacen los animales. Cuando un animal está enfermo, ayuna. De ese
modo favorece la degradación de los desechos y facilita su
evacuación.
Perros
y gatos recurren a las hierbas cuando sufren una intoxicación. Según
las dosis, tienen un efecto eliminador en los pulmones
(expectorante), en los riñones (diurético) o en los intestinos
(laxante). Los elefantes se purgan con arcilla. Otros animales se
revuelcan en barro arcilloso, improvisando purificadoras cataplasmas.
También
el hombre ha hecho uso de estos recursos desde la más remota
antigüedad. Las virtudes desintoxicantes de la sudación se usaba en
los pueblos nórdicos europeos (sauna), en Medio Oriente (baños
turcos) o en las tribus indígenas americanas (temascal).
Las
religiones siempre han prescrito períodos de purificación mediante
prácticas de ayuno. En todo el mundo se han practicado las benéficas
“curas de primavera”; por no hablar de las demonizadas técnicas
de sangrado o de las prácticas de la aplicación del barro.
En
la enfermedad crónica, dado que el organismo tiene una sobrecarga
tóxica importante y la fuerza vital está disminuida, las crisis no
podrán reestablecer el equilibrio de una sola vez, como ocurría en
los trastornos agudos. Es por eso que las bronquitis, los eccemas o
las crisis hepáticas se repiten periódicamente.
Los
esfuerzos depurativos deben reiterarse continuamente, pues nunca
logran la desintoxicación necesaria del terreno. Es por ello que el
organismo necesita apoyo externo, pues su fuerza vital es incapaz de
acabar con la toxemia.
Precisamente, éste es el ámbito al cual
apunta la publicación que tiene en sus manos: brindar herramientas
para ayudar al organismo a superar los padecimientos crónicos.
LA REPRESIÓN DE SÍNTOMAS
A
esta altura, y como ya hemos visto, es fácil comprender lo nefasto
que resulta la represión de síntomas. Este mal hábito fruto de un
contexto social que reclama soluciones instantáneas y un gran
negocio basado en prometerlas ha dejado en el olvido las bases de la
terapéutica hipocrática.
Los
griegos hablaban de tres fases en el proceso curativo: en primer
lugar el reposo; si no era suficiente, probar con la dieta; y sólo
en última instancia recurrir a la medicación. La medicina alopática
se encargó de borrar las dos primeras fases, acortando camino hacia
la medicación represora de síntomas. Tratamos al organismo como si
fuese un “idiota” que hace mal las cosas o estuviera “fallado”.
Aunque
no podemos considerarla una enfermedad, nuestro comportamiento frente
a la sudoración es un claro ejemplo de la actitud represora de
síntomas. El sudor es un canal natural de excreción de desechos,
como veremos luego en el apartado referido a la piel.
El
organismo tiene glándulas específicas para eliminar toxinas detrás
de las rodillas, detrás de las orejas, en la ingle y en las axilas.
La presencia de sudor corporal es un indicador de buen funcionamiento
de estas glándulas, mientras que su abundancia o el mal olor
significan colapso tóxico y alimentación inadecuada.
Ahora
bien, en lugar de corregir las causas del desequilibrio, utilizamos
sustancias químicas sintéticas que bloquean la emisión del sudor:
los populares antitranspirantes. Es más, ahora se ha puesto de moda
una intervención quirúrgica destinada a... ¡¡¡eliminar las
glándulas sudoríparas de las axilas!!! Se hace con rayo láser en
45 minutos y está orientada a personas con sudoración excesiva, o
sea.: ¡¡¡muy intoxicadas!!!
Los
antitranspirantes como su nombre claramente lo indica evitan la
transpiración; por lo tanto, impiden al cuerpo excretar sus toxinas
a través de las axilas. Estas toxinas no desaparecen mágicamente;
al no poder ser evacuadas, pasan a las glándulas linfáticas que se
encuentran debajo de los brazos.
La mayoría de los tumores
cancerígenos de seno, ocurren en este cuadrante superior del área
de la mama, precisamente donde se hallan las glándulas.
En
opinión del Dr. Christopher Vasey, “las medicaciones represivas de
síntomas, que van en contra de los esfuerzos de purificación del
organismo, solo deberían emplearse cuando la vida del paciente está
en peligro, cuando los dolores son demasiado fuertes o cuando hay una
invasión microbiana generalizada”.
Como
puntualiza el Dr. Robert Masson, director de estudios del Instituto
de Naturopatía de París: Prudencia frente a ciertas curaciones;
como esos eccemas o soriasis muy mejorados, cuando no curados por
pomadas generadoras de ceguera, epilepsia, cardiopatías, asma o
tumores; leucorreas, poco o nada infecciosas, reemplazadas a
consecuencia de un tratamiento local muy eficaz por mastosis,
fibromas, esterilidad, asma, angina de pecho o depresión;
hemorragias nasales cauterizadas, seguidas muy rápidamente por un
Parkinson; hemorroides poco sangrantes, rápidamente secadas,
seguidas de un ataque cerebral fulminante.
Lamentablemente
se ha generalizado el concepto de un remedio para cada enfermedad y
cuanto más grave la enfermedad, más potente la medicación. O sea
que seguimos luchando contra los efectos sin suprimir las causas: en
el ejemplo del automóvil, continuamos apagando la luz de presión de
aceite.
Al
incrementarse la contaminación del terreno por el aporte tóxico de
los medicamentos empleados y deprimirse cada vez más la fuerza
vital, nuestro sistema inmunológico baja la guardia, pierde
efectividad de acción y se abren las puertas para un estado más
peligroso.
LA ENFERMEDAD GRAVE O DEGENERATIVA
En
este estadio, el organismo es incapaz de combatir la toxemia que lo
agobia y en el esfuerzo por sobrevivir, debe acostumbrarse a
funcionar en su presencia, tratando de hacerlo lo “menos mal”
posible.
El sistema defensivo pierde eficiencia e incluso comienza a
agredir su propia estructura: es el caso de las enfermedades
autoinmunes (artritis reumatoide) o de inmunidad aberrante
(esclerosis múltiple, lupus, sida, etc.), sobre las cuales poco se
conoce y menos se hace por resolverlas.
Hoy
día resulta normal observar a grandes sectores de la población con
graves trastornos inmunológicos. Incluso los niños vienen al mundo
con fuerzas inmunológicas tan disminuidas y tal sobrecarga de
desechos, que no hay crisis depurativa que pueda revertir dicho
estado.
Haciendo
una analogía técnica, el sistema inmunológico funciona como una
computadora con naturales limitaciones físicas. Si operamos un par
de programas al mismo tiempo, no habrá mayores problemas. Pero si
queremos operar una decena de programas simultáneamente, entonces
aparecerán los inconvenientes. La máquina se “tilda”, no
responde ágilmente a las órdenes y comete errores.
Desgraciadamente,
ese es el estado habitual de la inmunología en nuestra población,
al ser exigida en forma desmedida y por gran cantidad de factores al
mismo tiempo. Esos “tildes” son las alergias, las enfermedades
autoinmunes, las afecciones virales crónicas, etc.
La merma
inmunológica afecta la salud y el bienestar en todos los ámbitos,
incluso el emocional. Recientemente científicos argentinos
concluyeron tras un estudio que “debería imaginarse la depresión
como una enfermedad de tipo casi autoinmune”.
En
esta fase de la enfermedad, las células, en lugar de moverse en
líquidos nutritivos y limpios, deben vivir en fluidos cloacales
inmundos. El trabajo celular no es normal y los tejidos se
desorganizan cada vez más, llegándose a la destrucción:
esclerosis, cáncer, úlceras varicosas, etc. Las células ya no
siguen el comando inteligente de la fuerza vital y el cuerpo pierde
su capacidad de defenderse como un todo organizado ante agresiones
externas.
En
este contexto, resulta de tal magnitud el caos orgánico que se ha
generado, que ningún remedio será capaz de poner orden. De allí
las dificultades que encuentran los investigadores en la lucha contra
las enfermedades graves. La terapia con atajos no funciona.
Mientras
hay tiempo, no queda más que desandar el camino equivocado,
rectificando los errores y estimulando la inmunología, a fin de
recuperar la fuerza vital y la limpieza del terreno. Es el único
medio genuino que nos permitirá obtener una completa y total
remisión.
EL EJEMPLO DEL CÁNCER
A
esta altura del libro, conviene detenernos sobre una de las
enfermedades graves que más temor genera por su virulencia y sus
consecuencias: el cáncer. Si bien el tema excede el marco de esta
publicación, nos referiremos al mecanismo de la génesis tumoral, a
fin de mostrar la importancia de la
depuración
corporal en su desarrollo. Para ello utilizaremos algunos conceptos
del Dr. Christopher Vasey, quien en su libro “Comprender las
enfermedades graves” realiza una didáctica explicación del
fenómeno.
Mucho
se habla de la grave exposición a las sustancias cancerígenas, como
factor desencadenante de los tumores. Sin embargo, no basta con
eliminar todas las sustancias cancerígenas conocidas para estar a
salvo del cáncer.
Una
célula normal puede convertirse en cancerosa cuando el medio se
degrada por sobrecargas y carencias. En este contexto, el destino de
la célula cancerosa depende totalmente del terreno, pues una célula
cancerosa no se convierte automáticamente en un tumor maligno.
Todo
ser vivo, ya sea un microbio o una célula (cancerosa o no), sólo
puede vivir en un organismo que lo acepta y le ofrece condiciones
para su desarrollo. Cuando esto ocurre, los microbios se multiplican
y se genera una infección; si se trata de una célula cancerosa, su
multiplicación genera un tumor.
Pero
cuando el terreno no ofrece las condiciones necesarias, el microbio
resulta inofensivo y es destruido, mientras que la célula cancerosa
también es destruida por el medio hostil.
Conociendo
el mecanismo reproductivo de las células, es interesante analizar
cuánto se necesita para que una célula cancerosa se convierta en un
tumor amenazante. Se sabe que la diferencia entre una célula
cancerosa y una normal, está dada porque aquella se divide cada vez
en dos células fértiles, mientras ésta se divide en una fértil y
una estéril.
Esa
es la razón por la cual un tejido sano es estable y un tejido
canceroso crece en forma rápida. Con el auxilio de las matemáticas,
veremos cuán “lenta” es dicha velocidad inicial y cuánto puede
hacerse entre tanto.
Tengamos
siempre presente que la teórica multiplicación geométrica de las
células cancerosas requiere de una condición esencial: que el
sistema inmunológico de dicho organismo no cumpla su función, es
decir que no actúe como debe, sea por toxemia corporal o por
carencias nutricionales.
Una
célula cancerosa se divide cuatro veces al año aproximadamente.
Esto quiere decir que al cabo de un año, la célula original se
habrá convertido en dieciséis células, cifra insignificante en un
organismo compuesto por billones de células.
Recién
al tercer año, el tumor habrá alcanzado el número de mil células.
Aún continúa sin representar peligro alguno, pues resulta inestable
y mal asentado en los tejidos, pudiendo ser destruido y eliminado con
facilidad. Si as condiciones del medio le son desfavorables, puede
desaparecer espontáneamente.
Es más, se sabe que tales tumores
existen corrientemente en el organismo, pero no tienen efectos
molestos si el sistema inmunológico funciona y el terreno está
sano.
Para
llegar al estadio del millón de células hace falta llegar al quinto
año de desarrollo, siempre en la hipótesis de crecimiento libre,
como consecuencia de la inacción del sistema inmunológico. Aún así
estamos en presencia de un tumor que solo mide un milímetro, pesa un
miligramo y resulta demasiado pequeño para ser detectado con las
técnicas actuales.
Deberemos
esperar hasta el octavo año para que alcance el estado de los mil
millones de células; entonces mide aproximadamente un centímetro y
pesa un gramo. Ha logrado crecer e instalarse sólidamente en los
tejidos y recién ahora puede ser detectado.
Aquí
inicia la fase realmente peligrosa para el organismo, pues comienza
su propagación: las células se desprenden del tumor madre
(metástasis) y a través de los fluidos corporales van a colonizar
otras partes del cuerpo.
Hacia
el décimo año el tumor alcanzará la masa crítica del billón de
células, pesará un kilogramo y medirá diez centímetros.
Seguramente provocará la muerte del portador, pues el organismo no
puede resistir semejante masa tumoral.
Pero
debemos reflexionar que para llegar a tal estado de gravedad, han
debido transcurrir ocho años de evolución imperturbada; ocho años
en los cuales el sistema inmunológico no cumplió su cometido; ocho
años en los cuales la toxemia corporal brindó las condiciones
adecuadas para que se reprodujera sin problemas!!!
Si
bien la descripción del ejemplo es teórica, pues la velocidad de
desarrollo de un tumor es totalmente dependiente de las condiciones
del medio en que se encuentra, sirve para demostrar cuánto dejamos
de hacer... y cuánto podemos hacer por nuestra salud!!! Cualquier
mejora que introduzcamos en la calidad de los fluidos orgánicos,
representa una reducción de las posibilidades de desarrollo del
tumor.
Cuanto
más toxinas se expulsan y más se satisfacen las carencias, más
vitalidad recuperan las células normales y más adversas se vuelven
las condiciones para las células cancerosas.
Todo
esto nos indica dos cosas. En primer lugar: el avance o retroceso del
tumor depende de la tarea que el portador esté dispuesto a realizar
sobre su terreno orgánico. En segundo lugar: nunca es tarde para
comenzar a rectificar los errores que llevaron al desarrollo del
tumor. Utilizando dichos populares, podemos decir que... “siempre
algo es mejor que nada” y “más vale tarde que nunca”.
Dado
el rol preponderante del sistema inmunológico en la velocidad de
desarrollo de la masa tumoral, se ha convertido en paradigma culpar a
las cuestiones emocionales y al estrés por su derrumbe funcional. Si
bien se trata de una media verdad, es muy reductivo pensar que un
problema emotivo sea la causa de la proliferación tumoral.
Para
comprender mejor, podemos valernos de una analogía mecánica.
Tomemos el caso de una caldera que explota por exceso de presión
(causa); la media verdad sería culpar a los remaches por no haber
soportado la exigencia (consecuencia).
Si se hubiese mantenido la
presión en términos aceptables, los remaches estarían en su lugar,
cumpliendo su cometido. En nuestro caso, un shock emocional no puede
derrumbar un sistema inmunológico (consecuencia), si no estuviese
previamente colapsado por la tremenda exigencia de un terreno adverso
(causa).
Incluso
el estrés sólo puede hacer mella en un organismo intoxicado y con
carencias de nutrientes. Una persona razonablemente depurada y
nutrida, difícilmente caiga en una crisis emocional, pues tendrá la
capacidad de ver el vaso “medio lleno” en lugar del “medio
vacío”.
Muchos
pacientes que han sufrido extirpación quirúrgica y/o destrucción
de células cancerosas mediante radioterapia o quimioterapia, piensan
que ya está todo resuelto. Por cierto habrán aliviado al organismo
de la carga que esto representaba, pero no habrán resuelto el
problema de fondo:
la corrección del terreno, capaz de poner a raya
el desarrollo del tumor. Es más, las terapias - altamente agresivas
habrán contaminado aún más el terreno y por lo tanto habrán
empeorado las condiciones generales del organismo.
Si
se comprende que síntomas y enfermedades no son más que la punta de
un gran iceberg (la intoxicación corporal), es necesario que el
paciente se haga responsable de su curación, ejerciendo su derecho
natural a la plena salud. La mayoría de los enfermos no se
responsabiliza de su estado, considerándolo un
problema
del terapeuta; mas aún en el caso de las enfermedades graves.
Normalmente se actúa como si la enfermedad fuese un ente externo que
ha poseído al enfermo, a quien se lo considera víctima inocente de
la mala suerte.
El
paciente baja los brazos y rápidamente se pone en manos de un
especialista, olvidando que sólo él generó el problema y sólo él
puede resolverlo, rectificando sus errores. A lo sumo el terapeuta
puede ayudar, recordando el camino de retorno al estado de
equilibrio; pero es el afectado quién deberá recorrerlo
personalmente.
LA PUNTA DEL OVILLO
En
presencia de un organismo sobrecargado de toxinas, y más aún si
dicho estado de sobrecarga es antiguo, la pregunta es: ¿por dónde
empezar? Por cierto, cada organismo es distinto y reacciona en forma
diferente, pero en todos los casos la necesidad imperiosa es una:
limpiar para mejorar el estado del terreno.
Ante
todo hay que tener en claro una estrategia de acción global, basada
en tres aspectos: evacuar los desechos acumulados, evitar que
penetren nuevos desechos y satisfacer las carencias orgánicas. Los
dos últimos puntos se deben abordar desde lo nutricional, tema que
abordamos en la tercera parte del libro. Ahora nos ocuparemos del
proceso de desintoxicación.
Quién
ha realizado alguna cura depurativa, habrá constatado la cantidad de
toxinas que pueden acumularse en el cuerpo. Cuando el organismo ve
sobrepasada su capacidad de eliminación, no tiene más remedio que
almacenar la escoria tóxica remanente, esperando que en algún
momento se produzca la pausa que permita ocuparse de los desechos.
Esta
pausa sería el antiguo y olvidado hábito del ayuno, o bien una
crisis depurativa en forma de gripe, pero como las pausas nunca
llegan o se reprimen con fármacos, los remanentes tóxicos cada vez
se incrustan más en las profundidades de los tejidos, encapsulados
en cuerpos grasos para evitar que generen daño.
Esta
lógica corporal es la que usamos en casa cuando hay huelgas de
recolectores de basura. Mientras esperamos que se restablezca el
servicio, depositamos los residuos en bolsas gruesas, para evitar que
contaminen la vivienda.
EVACUAR CON CRITERIO
Al
iniciar un proceso de evacuación de desechos acumulados, es
importante tener en claro la lógica funcional del organismo, a fin
de actuar en el mismo sentido y no contravenir sus leyes
fisiológicas. El objetivo es remover los desechos incrustados en los
tejidos, para que se vuelquen a los fluidos (fundamentalmente sangre
y linfa), que luego descargarán en los respectivos órganos de
eliminación (emuntorios).
Esta
comprensión del proceso, nos permite establecer un orden de
prioridades en la tarea: en primer lugar abrir las puertas de salida
(emuntorios) y luego remover los desechos incrustados en los tejidos.
Si hacemos al revés, o ambas cosas al mismo tiempo, la liberación
de las viejas toxinas será una masa demasiado importante para
emuntorios todavía insuficientemente operativos.
En
otras palabras: es preferible evacuar las toxinas superficiales
presentes en los órganos de eliminación, antes de poner en
circulación aquellas incrustadas en el interior de los tejidos.
De
esta manera entendemos lo peligroso que significa una severa dieta
adelgazante en una persona obesa que no haya tenido esta precaución.
El estado de sobrepeso, es una clara señal de severa v profunda
intoxicación orgánica.
Los depósitos grasos no son más que un
intento del organismo por encapsular y aislar la masa tóxica que lo
agobia. Si la persona no activa previamente los órganos de
eliminación, la brusca combustión de adiposidad (algo
indudablemente positivo) puede convertirse en causa de colapso, dada
la marea de venenos que circularán por el organismo.
En
este sentido es importante la puntualización que realiza el Dr.
Julio César Díaz y que tiene que ver con la intoxicación generada
por fármacos ingeridos en exceso: “Los medicamentos y los químicos
en general, son solubles en grasa y antes de ejercer una acción
sobre el organismo, saturan dicho tejido adiposo.
O
sea que en los tejidos de una persona obesa, además de químicos
tóxicos, es probable que también se encuentren almacenadas dosis
importantes de sedantes, corticoides, analgésicos y otras drogas
consumidas en exceso mucho tiempo atrás.
Cuando
la persona baja de peso rápidamente, estas sustancias se vuelcan al
torrente sanguíneo y producen el efecto para el cual fueron
concebidas, pero que ahora está fuera de contexto. Es un tema grave,
demasiado frecuente en la práctica clínica y generador de muchas
urgencias médicas”.
DESTAPANDO FILTROS
Hay
por cierto infinidad de propuestas para activar las funciones de los
órganos de eliminación, pero aquí nos ocuparemos de las más
sencillas para cada emuntorio. En la segunda parte del libro, el
lector hallará técnicas y consejos seleccionados en base a dos
criterios fundamentales: que resulten de sencilla ejecución hogareña
y que se encuentren desprovistos de riesgos.
La
pregunta que surge inicialmente es ¿por cuál emuntorio empezar?
Dado que resulta imposible brindar una respuesta generalizada, cada
persona deberá evaluar por los síntomas, el estado de sus órganos
de eliminación y el tipo de desecho predominante en su cuerpo.
Para
ambas cuestiones se ofrecen herramientas de auto diagnóstico. Recién
entonces estará en condiciones de decidir, atendiendo a su situación
individual, por dónde comenzar.
Hay
veces que el estado de la persona es bueno y su energía vital
permite estimular varios emuntorios al mismo tiempo. Pero en casos
más críticos, conviene trabajar uno por vez para evitar el
agotamiento orgánico por exceso de exigencia. También tiene mucho
que ver el nivel de actividad de la persona en cuestión; si está
sujeta a intensa actividad, con más razón deberá actuar con
prudencia.
En
cambio, si puede permitirse un período de reposo o retiro (palabras
casi olvidadas en estas épocas, en que confundimos vacaciones con
aturdimiento y excesos gastronómicos), dicha situación benéfica
permite concentrar energías en el trabajo simultáneo sobre varios
emuntorios.
Es
bueno aclarar que, aunque la persona esté estimulando un órgano por
vez, puede encontrarse en presencia de reacciones eliminatorias
aparentemente no relacionadas con el emuntorio en cuestión. Lengua
pastosa, mal aliento, sudoración fuerte, evacuaciones malolientes,
erupciones dérmicas, caspa, picazón, vista nublada; son algunos de
los síntomas corrientes en cualquier proceso depurativo.
Incluso
pueden recrudecer síntomas de las enfermedades crónicas que estamos
combatiendo, haciéndonos pensar que estamos peor que antes. Por ello
es importante comprender que el cuerpo sigue una lógica funcional y
nadie mejor que él para dirigir la orquesta evacuativa y su ritmo.
Otra
cuestión importante a tener en cuenta es el tiempo que duran estos
procesos. Generalmente estamos combatiendo intoxicaciones que vienen
de décadas de acumulación, o mal funcionamiento de emuntorios que
se arrastran de varios años. Sin embargo se cree que un par de
semanas
bastarán
para volver todo a la normalidad. Los tiempos dependerán de la
cronicidad de los males y las acumulaciones. Es necesario ser
coherentes y conscientes de nuestra realidad. Por una vez en la vida
estamos tomando “el toro por las astas” y debemos hacer pacientes
esfuerzos para revertir años de errores y lograr una genuina mejora
en la calidad de vida.
Experiencias
y testimonios recogidos en nuestros talleres, permiten interpretar
mejor lo que estamos diciendo. Sucedió con varias personas que
venían llevando muchos años de fuerte consumo de lácteos, algo
bastante habitual en nuestra cultura.
Luego
de semanas de llevar adelante el paquete depurador sugerido en la
tercera parte del libro, encontraron con sorpresa algo inédito: sus
camisetas de dormir se manchaban con una tonalidad beige en la zona
de la espalda.
En algunos casos esta excrescencia se mantenía aún
un año después de haber dejado el consumo de lácteos. Es decir que
a través de la piel se continuaban exudando, lenta pero
inexorablemente, toxinas acumuladas durante muchísimo tiempo.
Como
veremos luego en detalle, las hierbas medicinales y los alimentos
serán nuestros grandes aliados en estos procesos. Los hay para cada
órgano en cuestión y para cada circunstancia. En todos los casos
debemos ser parsimoniosos con las dosis y armarnos de constancia y
paciencia.
Tanto
hierbas como alimentos, cumplen mejor su cometido si utilizamos dosis
bajas pero continuas. Por ello la recomendación de algunos
preparados homeopáticos que trabajan en este sentido.
Sin embargo es
común que se recurra a grandes cantidades, pensando que así
aceleramos el proceso; pero fuertes dosis desencadenan reacciones
demasiado violentas que irritan y fatigan los emuntorios. Nunca
conviene provocar este tipo de efectos; y si llegásemos a esa
situación, es aconsejable detener el consumo y reiniciar luego con
dosis pequeñas.
TIPOS DE DESECHOS
Hasta
aquí hemos visto por qué es imprescindible depurar el organismo y
seguidamente veremos cómo hacerlo en el ámbito de cada órgano.
Pero conviene ahora hacer una puntualización sobre los distintos
tipos de desechos que se mueven en el organismo, a fin de tener otro
elemento de evaluación y diagnóstico para transitar con soltura el
camino de la depuración corporal.
Reconocer
qué tipo de desecho predomina en nuestro organismo, nos permitirá
actuar con mayor eficacia y tomar consciencia sobre el funcionamiento
interconectado de los órganos de eliminación.
Básicamente
podemos diferenciar dos tipos principales de desechos: cristales y
coloides. Analizaremos a continuación las características de cada
uno, cómo se detectan, su origen y sobre todo el ciclo de evacuación
que siguen.
En
primer lugar, esto nos permitirá entender cómo opera el mecanismo
de derivación entre los órganos de eliminación frente al estado de
colapso del órgano principal. Luego nos servirá para saber cómo
debemos actuar en el proceso depurativo, a través de la estimulación
de los respectivos emuntorios involucrados en su manejo.
Los
cristales son partículas duras, afiladas y solubles en líquidos.
Ejemplos: las lagañas, los cristales de ácido úrico que punzan
como agujas o las arenillas que sentimos en articulaciones, riñones
y vesícula. Sus acumulaciones generan crisis dolorosas y sin
producción de fluidos. Ejemplos: reumatismo, ciática, cálculos,
neuritis, eccemas secos, etc.
Principalmente
son consecuencia de los residuos generados por el metabolismo
proteico, sobre todo de la proteína animal (ácido úrico), aunque
también pueden producirse por acidificación orgánica,
desequilibrio de minerales (carencia de calcio y magnesio, exceso de
fósforo) y abundancia de refinados (sal blanca, azúcar blanca,
harina blanca).
Se
evacúan principalmente en este orden a través de riñones y
glándulas sudoríparas. Secundariamente pueden excretarse por las
mucosas (estómago, vías respiratorias, útero, etc.). Esta tarea se
ve beneficiada por el aporte de líquidos, que ayudan a su
disolución, y obviamente por la eliminación de los alimentos
generadores de estos desechos.
Los
coloides en cambio son sustancias blandas y no se disuelven en
líquidos. Ejemplos: flema, sebo, mucosidad. Su acumulación no
genera crisis dolorosas, pero sí ricas en producción de fluidos.
Ejemplos: asma, bronquitis, sinusitis, eccemas húmedas, acné,
leucorrea, etc.
Principalmente son consecuencia del exceso de
lácteos, glúcidos (harinas, almidones mal degradados, gluten) y
grasas calentadas (frituras, aceites refinados e hidrogenados).
Se
evacúan principalmente, en este orden, a través del hígado,
intestino y glándulas sebáceas, siguiendo en última instancia el
camino de vías respiratorias y mucosas uterinas. La tarea de
eliminación se beneficia de la ausencia temporal de líquidos. Dicha
situación estimula el mecanismo de transferencia desde la linfa
(fluido en el cual tienen tendencia a acumularse) hacia la
sangre.
Al igual que en el caso de los cristales, esto se complementa con la
eliminación de los alimentos que la generan.
Es
importante comprender el mecanismo de transferencia que se produce
entre los distintos órganos de eliminación ante un estado de
saturación tóxica. Si bien los órganos principales tienen mayor
capacidad de procesamiento de desechos, cuando están superados
intentan derivar ese flujo hacia los órganos secundarios.
Por
ejemplo, en el caso de cristales, la persona que tenga colapsada la
función renal, advertirá que se intensifica la sudoración.
Colaborando con este mecanismo de derivación, toda práctica que
estimule la transpiración no hará más que facilitar la tarea
orgánica.
En este sentido y por su capacidad excretora, la piel será
siempre un buen aliado de los órganos internos en cuanto a la tarea
de drenaje. Desde la antigüedad se comprendía esta lógica corporal
y por ello la práctica de sangrados, ventosas y emplastos.
Autor: Néstor Palmetti
Fina cortesía de: Salud Natural en Línea
Fina cortesía de: Salud Natural en Línea
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